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La Patogallina: el saber popular del ejercicio artístico

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Aproximación a la metodología de trabajo de "autoformación" y "autoescuela" del colectivo La Patogallina

Mi primera aproximación al colectivo La Patogallina fue investigativa, atraída por su dimensión política y estética punk. Me interesé por la producción cultural chilena de la transición y su discurso, tanto explícito como inconsciente, ante el trauma social de la Dictadura. Y qué mejor: un colectivo (politizado ya desde esta autodenominación) de variados quehaceres, que ha funcionado en el escenario cultural nacional por las últimas dos décadas con gran fuerza y reconocimiento. Una voz con lenguaje propio en un contexto cada vez más opaco. 

Pero, ¿desde dónde acceder a esta voz? 

El archivo de los procesos creativos de La Patogallina implica abarcar veintitrés años de un ejercicio que trasciende el ‘teatro’ propiamente tal. El colectivo, además de montajes de diverso tipo, da origen a un Departamento de Extensión, a tres grupos musicales (La Patogallina Saunmachin, La Cumbia de Patricio Cobarde y La Banda del Kazuela) y a una metodología de producción sumamente interesante. Junto a la autogestión, la autoformación del grupo ante cada obra, formula un método y manifiesta una línea político-estética única. El capítulo dedicado a ellos del libro Nomadismos y ensamblajes (2009) de Camila van Diest y Fernanda Carvajal hace mención a esta “autoescuela”, la cual funciona tanto como un modelo para la creación como un proceso de aprendizaje grupal. 

Al leer esta descripción de la autoescuela pensé instantáneamente en otro concepto, bastante inexplorado: la sistematización. El nombre en sí mismo no dice mucho, pero refiere a metodologías (existen varias documentadas) a través de las cuales se extraen saberes a partir de la experiencia colectivizada (más que colectivas ya que el proceso implica una transformación de esta experiencia de individual a grupal). Conocí este concepto a través de una Escuela de Sistematización cuyo eje eran experiencias de educación popular y metodologías participativas, que son también espacios de crítica a lo que institucionalmente entendemos como conocimiento, tan relacionado a lo que es poder. Este proceso, entonces, es tanto un acto político de reivindicación del saber propio de cualquier sujeto y colectivo, más allá de la elite, como un ejercicio del cual se obtiene material para poner a disposición de cualquier otro u otra que quiera acceder a él.    

La autoescuela de La Patogallina es, intuitivamente, un proceso de sistematización. Esta “se trata de una modalidad colectiva de trabajo que consiste en la socialización de los saberes en juego en cada uno de los roles del proceso creativo” (Carvajal y van Diest, 2009). Por lo tanto, se valoriza la experiencia de cada individuo como parte de un relato colectivo en construcción, se utiliza esta experiencia en el proceso de montaje, es decir, se aprovecha para producir un resultado artístico, se trabaja de manera horizontal y se responde a una intención de autoformación grupal, todas líneas propias de lo que plantea la sistematización. Ambas dimensiones de la autoescuela, creativa y autoformativa, caben dentro de este método que se enraíza en el convencimiento de que la sabiduría popular se forja a partir de la reflexión diaria en torno a las prácticas creativas y de resistencia. 

Trastienda de El Húsar de la Muerte, de izquierda a derecha: Eduardo Moya (Snoopy), Rodrigo Rojas (Rana) y Patricio Pimienta. De la Colección La Patogallina.

El espacio que tiene La Patogallina en Recoleta, comuna del sector norte de Santiago, deja visualmente en evidencia su práctica. Funciona simultáneamente como un taller, sala de ensayo, archivo y punto de encuentro. Pedazos de escenografía, materiales de construcción y todo tipo de herramientas conviven con una serie de documentos: artículos de prensa, fotografías y afiches colgados en las paredes. Muchos están clasificados y ordenados cuidadosamente, lo que pone de manifiesto la inquietud de conservar la huella documental de su trabajo y la naturalidad con la que diversos oficios que normalmente están seccionados se realizan en conjunto. 

En una entrevista realizada el año 2017 a Antonio Sepúlveda, uno de los miembros históricos del colectivo, este menciona que, aunque tiene formación actoral, durante el proceso de producción de El Húsar de la Muerte se interesó por el diseño de vestuario y decidió dedicarse principalmente a este rol en las siguientes obras. Sin embargo, le incomoda la etiqueta de “diseñador de vestuario” dado que en el grupo se entiende un desempeño más transversal: todos hacen de todo. Y cada uno aporta con su experticia e inexperiencia. Sepúlveda pone en valor el “no saber”. “Los defectos conviértelos en efecto” dice, “la falta de técnica conviértela en una estética propia y aprovecha esta libertad (…) como no tengo una escuela no tengo alguien que me haya dicho que esto no se puede hacer”. Desasirse de las fronteras del saber dadas por la institución y aprender haciendo, ese es el método desarrollado. De hecho, reconoce que todo el proceso de creación de El Húsar de la Muerte fue una de las escuelas más significativas para todos los miembros de la compañía.

El funcionamiento colectivo de La Patogallina genera una política diferente a las corrientes reactivas a los años 80’ en Chile, a la dictadura y al período de transición. Este lenguaje particular del grupo se caracteriza, entonces, por la experiencia compartida, la dinámica afectiva y por proponer que los (des)conocimientos de cada integrante son parte de una totalidad en proceso más que parte de un producto. 

Por Matilde Grass, Licenciada en Letras y Estética UC, Pasante Arde

VER: Colección La Patogallina

Referencia bibliográfica: Carvajal, Fernanda y Camila Van Diest. “La Patogallina: heterotopías mutantes”.  Nomadismos y ensamblajes: compañías teatrales en Chile 1990-2008. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2009. Pp. 247-298.